"Solo
hay dos cosas que podemos perder: el tiempo y la vida;
la segunda es inevitable, la primera imperdonable."
Jose Maria Franco Cabrera
A mi tía y abuelo.
Los humanos en general
tenemos una rara relación con el tiempo. Nos movemos en él, nos inquieta, nos
absorbe y nos dirige sin ni si quiera saber qué es, de dónde viene o desde
cuándo esta acá.
A veces queremos
detenerlo y que ese momento no se esfume, que perdure por siempre; otras, en
cambio, queremos adelantarlo porque la impaciencia se apodera de nosotros y
buscamos desaparecer de ese presente cuanto antes. Sin embargo, la mayoría de
las veces queremos retroceder: el pasado atormenta y deja anclado a muchos, se
convierte en un fantasma que nos persigue y hostiga para que no lo olvidemos.
El tiempo no perdona,
no espera, y sus efectos son palpables en el exterior como en el interior de
cada uno, ahí donde realmente deja marcas que ni la más alta tecnología médica
puede esfumar.
Uno no se detiene a
pensar en lo breve que puede resultar el paso por este mundo.
Hasta que en un
momento, la muerte sacude nuestras arrogantes deducciones de inmortalidad y es
ahí donde se desata la famosa batalla entre calidad y cantidad: ¿Estamos
viviendo la vida que queremos?
Los que se van se
convierten en dolorosos anzuelos y nos generan preguntas sin respuestas. Nos
hacen tambalear las certezas y nos arrojan a las manos de los hipotéticos. Nos
destierran de las evidencias y nos impulsan a mudarnos al país de lo impreciso.
Quedamos acá
acariciando la vida y anhelando que nuestro tiempo sea infinito, eterno; sin
embargo, el reloj sigue corriendo. Y no importa de cuánto tiempo dispongamos,
sino que hacemos con él. De nada sirve apostar a un futuro si el “ahora” está
siendo malgastado.
El tiempo sólo se gana
si asumimos el riesgo de cumplir nuestros deseos hoy, y no mañana.