Hoy me tocaba ir después de veintiún días, tres horas y trece
minutos. No es que fuese un momento importante ni mucho menos, sino que era mi
cuerpo el que lo reclamaba. Era uno de esos días en el que debía asistir a ese
magnífico y gratificante ritual.
No exigía mucho: una
ducha, unos cuantos billetes y, sobre todo, una preparación psíquica intensiva.
En algún momento me
habían tratado de obsesiva y hasta de masoquista. Y lo admito, era un placer
morboso y compulsivo, pero no hay manera de frenar ese hábito, las mujeres
tenemos que participar de esa ceremonia desde la adolescencia (algunas antes).
Y por más que lo
intente, no entiendo ni entenderé a las revolucionarias, a las innovadoras, a
las salvajes o a las francesas. Es una conditio sine qua non, una condición
necesaria y esencial, es de carácter O BLI GA TO RIO.
Anteriormente me había
planteado el por qué de tal sufrimiento pero siempre, SIEMPRE, llegaba al mismo
resultado: satisfacción.
Cuando todo termina,
la cera ya no está caliente sobre mi cuerpo y no hay rastros de que asomen
sobre él eso detestables invasores, ahí, recién ahí, puedo estar en paz.