De sentir el deseo de escribir hasta llegar a la satisfacción
hay un largo camino; y recorrerlo, por momentos, llega a ser frustrante.
La falta de estímulo, el desconcierto y/o la inseguridad se
hace habitual a la hora de dar salida a la necesidad de expresar el mundo
interior y traducirlo en palabras.
Es común sentirse paralizado a la hora de desplegar las alas
de la imaginación que podrían ayudar a percibir y descifrar, mejor por escrito,
tanto los conflictos como los misterios que la vida siempre lleva implícitos.
Pero esas facultades han estado ahí todo el tiempo. Esperando
por ser liberadas.
Eso sí, no todo se limita al disfrute, a divertirse. Depende
de en qué fase nos encontremos y a qué temáticas nos aproximemos, ponerle
nombre a las cosas a veces es doloroso. Aunque, cuando eso pasa, luego suele
llegar el alivio y es ahí cuando suelen revelarse las capacidades terapéuticas
de la escritura.
Lo que une a la lectura con la escritura no sólo es amplio;
también es contradictorio.
Escribir es practicar el arte de la lectura. Escribís con el
fin de leer lo que escribiste, uno mismo es su primer lector, tal vez el más
exigente.
Pero, tenés la oportunidad de arreglarlo. Intentas ser más
claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a
tu mundo.
Las palabras se encuentran dentro de tu cabeza. Intentas
liberarlas.
Escribir consiste, a fin de cuentas, en una excusa para ser
expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer.
Para encontrar tu propia manera de narrar, para encontrar tu propia e íntima
libertad.
Escribir es la mejor manera de escapar y encontrarte con vos
mismo.