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lunes, 1 de diciembre de 2014

Esos desconocidos ojos marrones

Era una noche más, la misma música, la misma gente, el mismo lugar. Estaba afuera con mi cerveza en la mano, ahora caliente, tratando de respirar un poco de aire fresco para calmar mis ganas de abandonar el lugar. Me senté, ya resignada a mejorar mi noche cuando apareció él.
Se acomodó al lado mío lentamente, me miró y sólo sonrió. No dijo nada, se quedó callado admirando junto a mí el tumulto de gente que entraba y salía. Parecía cansado o algo preocupado. Fruncía el ceño como si algo lo atormentara.
Se acercó aún más, ahora con ganas de hablar. Comenzó con el cuestionario básico de un sábado a la madrugada. Esas preguntas vacías y sin sentido que sólo ayudan a romper el hielo y seguir con el protocolo ya consensuado socialmente.
Su mirada era penetrante. Sus ojos marrones gritaban un profundo dolor pero lo disimulaban con picardía y seducción. Pronunció lentamente su nombre y supe que iba a ser mi perdición. Su perfume olía a peligro. Todo su cuerpo era una trampa mortal.
Pasaba la lengua por su boca mientras hablaba y en lo único que yo podía pensar era que quería pasar el resto de mi vida en ella. Tocó mi brazo con sus dedos fríos y todo mi cuerpo se estremeció. Me tenía perdida, me sentía hipnotizada, y él, seguía hablando como si nada. Yo estaba ahí sentada, sonriendo, sin poder reaccionar.
Había cientos de personas en nuestro alrededor pero todos mis sentidos se habían perdido en él: un desconocido de ojos marrones que se había apropiado de mi juicio. Me lo había arrebatado en un segundo, y sabía que no lo iba a recuperar con facilidad.
Su pelo oscuro, recién cortado y prolijamente peinado; su sonrisa perfecta, enmarcada por una tentadora boca carnosa y sus ojos, esos peligrosos ojos que hablaban solos, eran un combo perfecto y letal del que probablemente me haría adicta sin mucha resistencia.
En un pequeño momento de lucidez comencé a sentirlo más cerca. Un calor extraño empezó a recorrer mi cuerpo. Puso su mano derecha sobre mi cuello y muy lentamente me acarició. Acercó su boca a mi oído izquierdo y con una dulce voz me dijo: “Tengo muchas ganas de darte un beso”. No supe que decir, preferí callar.
Nuestras miradas se volvieron a encontrar. Ahora la distancia era más corta, casi invisible, estábamos a unos pocos centímetros. Podía sentir su respiración, estaba agitado. Me miraba como un depredador acecha a su presa, esperando algún movimiento para atacar.
No me moví, estaba fascinada por esos ojos que no me dejaban reaccionar. Todo mi cuerpo lo deseaba, era como si lo hubiese estado esperando una eternidad.
Me enredó en sus brazos y me perdí por completo. Me besó como nadie me había besado jamás. Como si fuera el último beso de su vida, como si no hubiese un mañana y yo lo fuese a salvar. Me besó y todo en lo que creía perdió sentido; tambalearon años de conjeturas, años de teorías e hipótesis.
Me besó y se apoderó de mí para siempre.





domingo, 1 de junio de 2014

Celeste y blanco

Me podrán tildar de soñadora, ilusa, romántica y hasta ingenua, un poco crédula e infantil; pero me obligo a creer que no todo está perdido, quiero creer que mañana, cuando despierte, las cosas van a estar un poco mejor.
¿Habrán sido Lerner, con su famoso tema “Cambiar el mundo” o Diego Torres, protagonista de todos los actos escolares con su empalagoso “Color esperanza”, los culpables de mi idealismo poco objetivo? ¿O es que está en la naturaleza del hombre tener la ambición de poder estar mejor?
El mundo se divide en aquellos que ven el vaso lleno o el vaso vacío; en los que creen que todo está mal y los que creen que está todo bien; en los fanáticos y los antis, en los de derecha y los de izquierda; en peronistas y radicales; en creyentes y ateos y hasta en feministas y machistas.
¡Cuán poderosa sería la objetividad absoluta en estos casos!
El país se encuentra en una crisis social alarmante y sea quien sea el que gobierne o sea cual fuere el contexto político nacional o internacional, difícilmente se pueda llegar a una solución por este camino.
Vivimos en un país bendito por sus recursos naturales, donde nuestro único problema somos nosotros mismos.
Es que nos encontramos inmersos en una cultura que alienta lo individual sobre lo colectivo, que festeja el hecho de ganar dinero fácil, que tilda de astuto al ventajero, al tramposo, que se mufa del honesto, del laburador. Alardeamos orgullosos que el argentino se caracteriza por su “viveza”, por su “chamullo”.
Vivimos rodeados de detractores patrios que desacreditan continuamente al país, que tienen un dólar como corazón, que lejos están de apoyar la inclusión social y que lo único que les importa es el beneficio propio.
Nos jactamos de tener un Papa argentino cuando hay cada vez más crueldad y corrupción, cuando los valores que predica y que tanto nos enorgullecen lejos están de llevarse a cabo en nuestra sociedad.
Últimamente muchos son los casos de violencia escolar, pero ¿acaso los niños no son reflejo de sus padres, de lo que ven y viven en sus casas? ¿Acaso las generaciones que vienen no aprenden sobre el ejemplo?
La salida fácil siempre será culpar al otro, culpar al gobierno de turno, o a las distintas autoridades. Quejarse y criticar desde una postura sucia y maligna que poco ayuda a crecer. Hacer mea culpa requiere comprometerse y responsabilizarse y, últimamente, no son palabras habituales del vocabulario argentino.

Quiero creer que somos más, que todavía existe el respeto, la solidaridad y la honestidad. Quiero creer que la cultura del trabajo y el amor por lo que es nuestro no está perdido. Que los colores celeste y blanco todavía significan algo y no sólo nos representan cada cuatro años en un Mundial de fútbol, que a pesar de las divisiones políticas nuestra única bandera es la argentina.